Pero en lugar de liberarse a fuerza de renuncias, inmóvil como un cadáver que teme golpear con la frente el techo de su tumba, aquel hombre había comprendido que el destino no es más que un molde hueco donde derramamos nuestra alma, y que la vida y la muerte nos aceptan como escultores. Aquel desocupado imitaba alternativamente a su padre el marmolista y a su madre la comadrona: ejerciendo funciones de comadrona, ayudaba a las almas a parir, y como marmolista, cubierto de objecciones como si fueran polvo de mármol, extraía de los tiernos bloques humanos una efigie divina. Su sabiduría múltiple como los aspectos de las cosas le compensaba los gozos del libertino, los triunfos del atleta, los excitantes peligros del buscador de aventuras en el mar de la casualidad. Siendo pobre, gozaba de las riquezas que hubiera poseído si no se hubiera dedicado a ganancias invisibles; siendo casto, paladeaba cada noche el sabor de los desenfrenos que hubiera podido ofrecerse si le hubieran parecido provechosos para Sócrates; siendo feo, gozaba con inocencia de la belleza precisa que el azar había otorgado a Cármides, de manera que el cuerpo casi grotesco donde el destino había alojado a su alma no era sino una de las formas, no más importante que otras, del Sócrates infinito. Semejante a la del dios que tal vez crea los mundos, su porción de libertad eran sus criaturas. Había comprendido que el torbellino que movía mis pies descalzos se emparentaba con la inmovilidad de sus secretos éxtasis: yo lo he visto de pie, indiferente a los astros que daban vueltas sin aumentar su vértigo, forma negra y recogida sobre la noche ática, soportar sin desfallecer el cierzo atroz y helado que sopla de las profundidades de Dios.
Marguerite Yourcenar: Fedón o el Vértigo
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