Al comienzo era infinitamente sencillo.
Ella se tumbaba en el camastro
y cerraba fuerte los muslos
para después abrirlos,
y una hermosa uve
surcaba entonces mis pensamientos
llenando mi tiempo. Al parpadear,
todo era árido como en sueños.
Llegaron los abrazos
y todo resultaba ajeno.
Implicarse es un error, solían advertirnos.
Llegaron las primeras lágrimas,
surcaban gotas libres por la atmósfera
como en una macabra orgía.
Llegó su verdadero nombre
y luego el mío,
llegó su verdadero cuerpo
y luego el mío.
Al comienzo era infinitamente sencillo,
como conducir de noche o completar un crucigrama.
Henry Pierrot, de Poética para cosmonautas
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